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Un año de involución (Chesús Yuste Cabello)

Vivimos un tiempo excepcional. Años terribles que parecen preceder a grandes transformaciones, de esas que cambian la Historia. Hoy no sabemos si asistiremos a revoluciones, pero sí podemos asegurar que estamos ante un cambio no solo de ciclo económico, sino también de modelo económico y probablemente de sistema político. Eso sí, no sabemos qué valores imperarán finalmente y si nos adentraremos en una sociedad donde se viva mejor o peor, si será de progreso o de regreso. De momento, no nos cabe la menor duda de que desde el Gobierno Rajoy se avanza a un ritmo vertiginoso, pero hacia atrás.

Y es que estos años en el Estado español no vienen marcados solo por la crisis, una crisis financiera y económica, de origen global aunque con perfiles propios peninsulares. Más dañina que la propia crisis está resultando la receta del PP para responder a la misma: su obsesión por reducir el déficit le ha conducido a una espiral de recortes en el gasto público de consecuencias muy negativas para la vida de la mayoría de la sociedad. Es lo que se ha dado en llamar «austericidio», dícese de un auténtico suicidio colectivo al que se llega por el abuso de la austeridad en el gasto. Sin embargo, no debemos ignorar que la voluntad política del PP es aprovechar la crisis económica y la mayoría absoluta cosechada el 20 de noviembre de 2011 para cambiar el modelo de sociedad del que nos habíamos dotado tras décadas de luchas sociales.

Tampoco podemos sorprendernos demasiado. De hecho, durante la campaña electoral yo mismo señalé en distintos actos públicos lo que iba a ocurrir: «El PSOE abrió la puerta con la reforma laboral y los recortes en sanidad y educación y ahora vendrá el PP con la excavadora para arramblar con todo, para desmantelar el Estado de Bienestar y los derechos sociales que tanto esfuerzo costó conquistar.» Lamentablemente aquellas palabras se han cumplido en estos primeros meses de gobierno de Mariano Rajoy.

Si hay un término que puede resumir estos doce meses de gobierno, es precisamente la palabra INVOLUCIÓN. Con la crisis económica como excusa, el PP pretende justificar unas medidas draconianas que suponen de hecho un retroceso brutal en nuestra sociedad, un salto atrás de treinta o incluso cuarenta años.

Mucho se ha hablado ya de los recortes en materia de derechos sociales; sin embargo, de los otros perfiles de la involución, los que socavan tanto el Estado de las Autonomías como el propio funcionamiento del sistema democrático, se han hablado menos, por lo que intentaré darles un desarrollo más amplio en el presente artículo.

- Involución social.

La involución ha empezado siendo social, menoscabando derechos sociales y servicios públicos. Pero no solo a través de los recortes presupuestarios, lo que resulta evidente, sino mediante la aprobación fulminante de reformas legislativas, auténticas contrarreformas, que han desbaratado todo lo avanzado en 35 años de democracia.

Este gobierno ha desmantelado la sanidad pública como servicio universal, dinamitando la Ley General de Sanidad promovida en 1986 por el ministro Ernest Lluch, retrocediendo al sistema de aseguramiento en vigor hasta entonces. Ha desmontado las relaciones laborales vigentes desde la Transición, al aprobar una reforma del mercado laboral sin consenso sindical que abarata el despido –en lugar de crear empleo, que es lo que realmente se necesita– y que ha dinamitado la negociación colectiva. Ha empeorado la calidad de la educación pública, al reducir el número de profesores y, por tanto, incrementar la ratio de alumnos por aula, mientras sustituye la Educación para la Ciudadanía por un nuevo adoctrinamiento (qué podríamos esperar de un ministro como Wert que se jacta en el Pleno del Congreso de pretender «españolizar a los alumnos catalanes»). También perjudica gravemente a la Universidad, al elevar las tasas universitarias, favoreciendo el elitismo en el alumnado, mientras se reducen las inversiones en investigación y desarrollo.

Este gobierno está castigando a los sectores más débiles, vaciando de contenido la Ley de Dependencia e ignorando su potencialidad como yacimiento de empleo, así como empobreciendo a la sociedad, al eliminar prestaciones y subsidios, mientras se incrementan desmesuradamente los impuestos que gravan el consumo que recae sobre toda la ciudadanía por igual. También se dificulta el acceso de la mayoría social a la Justicia, con una política desproporcionada de tasas judiciales que impedirá el derecho al recurso a quienes tengan menos medios en general y, en los conflictos laborales, a los trabajadores (no así a las empresas).

Los ciudadanos no pueden entender que, del dinero de sus impuestos, se destinen decenas de miles de millones de euros a salvar a los bancos, responsables del origen de la crisis, y que no exista un esfuerzo similar para rescatar a las personas que atraviesan situaciones de extrema dificultad. Desde el inicio de la crisis se han producido 350.000 desahucios, con las consiguientes tragedias familiares, pero han tenido que producirse dos suicidios en pocas semanas y una fuerte reacción por parte de los jueces, para que el Gobierno entienda que ha fracasado su solución-placebo, el código de buenas prácticas voluntario para los bancos, y que debe abordar sin más demora una reforma de la legislación hipotecaria. Ojalá no se conforme con una salida cosmética y acepte ahora todas las propuestas concretas que llevamos planteado todo el año desde la izquierda, aunque fueran rechazadas por el PP con la abstención del PSOE.

En suma, en apenas un año la ciudadanía española ha empeorado sus condiciones de vida, se ha empobrecido y ha visto mermados seriamente sus derechos sociales. Los servicios públicos que deben atender las necesidades de todos se están convirtiendo en mercancía para favorecer el negocio privado de unos pocos, siguiendo fielmente este gobierno su receta neoliberal. La respuesta popular, aunque débil y descoordinada, no se ha hecho esperar. Y enfrente, la reacción desde el poder tampoco.

- Involución de derechos y libertades.

La involución también supone un ataque frontal al sistema de derechos y libertades. Con la excusa de hacer frente al creciente malestar ciudadano, el gobierno ha optado sin complejos por la vía de la represión. De hecho en el último proyecto presupuestario, para 2013, la partida para material antidisturbios y equipamiento de protección de la Policía Nacional se incrementa, se dispara más bien, en un 1780%. En un presupuesto tan restrictivo, llama la atención esta prioridad en el gasto. Como era de esperar, las sucesivas medidas gubernamentales han ido galvanizando la protesta que se está canalizando a través tanto de los sindicatos y organizaciones sociales digamos tradicionales como de los denominados nuevos movimientos sociales surgidos a la estela del 15M.

La respuesta del poder ha sido el uso de la fuerza, incluso ante movilizaciones pacíficas. La violencia desproporcionada por parte de las fuerzas de seguridad del Estado se ha utilizado sistemáticamente para amedrentar a los asistentes a las convocatorias y para criminalizar a sus convocantes. Desde las cargas policiales contra los estudiantes del I.E.S. Luis Vives de Valencia en febrero hasta la carga contra los vecinos de Artieda el 10 de octubre, pasando por la represión de la movilización del 25-S tanto en el registro de los autobuses en el viaje de ida a Madrid como en la misma Plaza de Neptuno junto al Congreso de los Diputados, todo respondía a una estrategia de represión, descrédito de las legítimas expresiones de protesta popular y vulneración de derechos ciudadanos.

El proyecto de reforma del Código Penal recientemente difundido por el ministro Ruiz-Gallardón sigue esa misma línea estratégica: amenazando con penas de prisión a quien convoque movilizaciones a través de las redes sociales o a quien practique la resistencia pasiva y la desobediencia civil, en evidente respuesta a las manifestaciones antigubernamentales.

Desde el poder, los voceros del PP se quejan de que nunca antes se habían convocado dos huelgas generales en ocho meses, que nunca antes se han convocado dos mil manifestaciones en Madrid en apenas un semestre… La respuesta es sencilla: Nunca antes un gobierno ha hecho tanto daño a tanta gente en tan poco tiempo. Nunca. La mayoría social entiende perfectamente que sobran las razones para la protesta y para la convocatoria de huelgas generales como la del 29 de marzo y la del 14 de noviembre. Este gobierno ha abordado un ingente trabajo legislativo a un ritmo frenético, realmente vertiginoso… pero ninguna idea buena, ninguna medida en beneficio de la ciudadanía, ninguna medida para impulsar la creación de empleo, que debería ser la principal obsesión de los responsables políticos. Solo un cúmulo de recortes de derechos, de precarización y de empobrecimiento a golpe de Boletín Oficial del Estado. ¿A quién puede extrañarle que el pueblo se rebele?

- Involución autonómica.

De la mano de la involución social va también la involución autonómica. Podemos decir que son las dos caras de la misma moneda, esto es, la política del gobierno del PP, pues no olvidemos que quien gestiona las políticas sociales en el Estado español son precisamente las comunidades autónomas y recortar los recursos de las primeras inmediatamente va en detrimento del autogobierno de las segundas.

A lo largo de los últimos años, alimentada por la crisis económica, se ha ido propagando, especialmente por parte de la derecha mediática, un intenso discurso viral contra el Estado de las Autonomías, al que se le culpabiliza de la crisis económica, acusando a las comunidades autónomas de despilfarro y de multiplicación innecesaria de estructuras administrativas, entre otras perversiones. Tal campaña utiliza megaproyectos que salpicaron todo el mapa, impulsados por gobiernos de todos los colores al calor de la burbuja inmobiliaria y convertidos ahora en construcciones fantasma por efecto de la crisis, y cuestiona el desarrollo de las administraciones autonómicas y sobre todo la proliferación de organismos y empresas públicas a medida que se iban asumiendo mayores competencias. Pero una cosa es condenar un determinado modelo de desarrollo insano, del que participaron todas las administraciones en mayor o menor medida, o exigir una mayor racionalidad en el sector público y una mayor transparencia en entidades –poco justificadas en algunos casos y alejadas del control parlamentario siempre–, que son objetivos que podemos compartir, y otra cosa muy distinta es mezclarlo todo deformándolo hasta la caricatura con la única intención de atacar la esencia misma de la pluralidad del Estado y de la aún incipiente descentralización que hemos vivido en los últimos treinta años.

En el campo político-institucional ese discurso, en principio, solo encontraba eco en UPyD, pequeña formación que ha hecho de la recentralización y uniformización del Estado su principal bandera política. Han llegado a declarar que la crisis económica en realidad es una crisis de modelo de Estado y que la solución pasa por la devolución de competencias (expresamente las de sanidad y educación) al Gobierno central. Pensar que la simple modificación del reparto competencial entre los distintos niveles de administración del Estado puede no digo ya resolver, sino contribuir algo a la resolución de una crisis económica de esta magnitud es, a mi juicio, una soberana sandez. No hay remedios mágicos para problemas realmente complejos. Lamentablemente esa receta de UPyD encuentra en el otro extremo otra sandez de igual categoría: creer que una comunidad puede salir de la crisis simplemente proclamando la independencia. Sin duda, la magia encuentra muchos creyentes en tiempos catastróficos como estos.

Sin embargo, lo preocupante es si esa tendencia antiautonomista ha avanzado más allá de esas posiciones minoritarias. Aunque el Partido Popular de Mariano Rajoy no se situaba oficialmente en esas posiciones, lo cierto es que desde su think tank, la FAES, guardián de las esencias del aznarismo, se ha ido alimentando ese mismo discurso recentralizador y algunos de sus líderes territoriales se han apuntado a la idea de devolver competencias al Estado (como la propia Esperanza Aguirre, cuando aún era presidenta de la Comunidad de Madrid).

Ahora, tras el primer año de Rajoy en La Moncloa, podemos constatar claramente que la gestión del PP en el Gobierno se desliza peligrosamente por la senda antiautonomista. Poco a poco, sin verbalizarlo, ha emprendido una acción sistemática de recortar competencias autonómicas en cada una de las reformas legislativas que impulsa. Algunos recortes competenciales han pasado casi desapercibidos, como el que se incluye en la reforma del mercado laboral, donde se elimina la competencia autonómica de autorización de los expedientes de regulación de empleo en las empresas de su ámbito, que hasta ahora recaía en la Dirección General de Trabajo de la Comunidad Autónoma como autoridad laboral, lo que le permitía a la administración cierta capacidad de presión sobre las empresas para imponer condiciones a los expedientes en favor del mantenimiento del empleo.

No obstante, la primera invasión competencial se ejerce a través del recorte presupuestario, que se ha cebado en los grandes servicios públicos, de gestión –no lo olvidemos– autonómica. Reducir drásticamente el gasto en educación, sanidad o servicios sociales, aunque se decida unilateralmente desde Moncloa, supone meter la tijera directamente en el presupuesto de las comunidades autónomas (CCAA). Tenemos que ser conscientes de que la política del PP encaminada al desmantelamiento del Estado del Bienestar atenta también contra el Estado de las Autonomías. Podríamos decir que la derecha pretende acabar con los dos objetivos de un único disparo.

Los recortes sociales debilitan el papel de las CCAA, no solo por la merma presupuestaria, sino también porque el empeoramiento de la calidad de los servicios públicos, inherente a la reducción en el gasto, daña la percepción que la ciudadanía tiene de su respectiva comunidad autónoma. A la postre, al que le toca gestionar las contrarreformas legislativas en sanidad, educación o dependencia impuestas por real decreto desde ‘Madrid’ es al gobierno autonómico, que sufre la invasión competencial por triplicado.

Además, el Gobierno de Rajoy desde el primer momento ha sometido a las CCAA a una tutela con la excusa de la imperiosa reducción del déficit público. Amparándose en la nueva redacción del artículo 135 de la Constitución (reformado en agosto de 2011 por PSOE y PP, como más adelante veremos), que consagra como principio constitucional el dogma neoliberal del «déficit cero», los presupuestos autonómicos pasan a estar tutelados por el ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas, imponiéndose por tanto un trato de minoría de edad a las CCAA que contradice la esencia misma de la autonomía política, fundamento del Estado autonómico nacido de la Constitución de 1978. Igual que no es de recibo que los Presupuestos Generales del Estado español sean presentados a las autoridades alemanas antes que a las Cortes Generales españolas, como viene ocurriendo en estos tiempos para escándalo –supongo– de los patriotas españoles, tampoco es aceptable que Montoro actúe con las CCAA de la misma forma en que la canciller Angela Merkel actúa con él.

Tampoco resulta en ningún modo justificable que el Gobierno imponga unilateralmente un determinado reparto de las cargas del déficit que castiga desproporcionadamente a las CCAA. El Acuerdo por el que se fija el objetivo de estabilidad presupuestaria para 2012 del conjunto del sector público, aprobado por el Congreso de los Diputados el pasado 16 de marzo, establecía un objetivo de estabilidad presupuestaria para este año con un déficit del 5,8 % para el conjunto de las Administraciones Públicas, que se repartía en la siguiente proporción: un déficit del 4 % para la Administración Central, un 1,5 % para las CC.AA., un 0,3 % para las Corporaciones Locales y un presupuesto sin déficit para la Seguridad Social. Semejante distribución del déficit no tiene en cuenta que el volumen de gasto competencial de las CCAA es notablemente superior al que compete al Gobierno central: del total del gasto de las administraciones públicas –excluida la Seguridad Social– en España, según los datos más recientes de Eurostat, las CCAA, con un 44%, superan a la Administración Central, con el 39%, mientras que a la Administración Local le toca el 17%. ¿Por qué entonces ‘Madrid’ se reserva casi el triple de déficit que las CCAA, que deben afrontar un volumen de gasto superior?

Pero la recentralización no solo se ejerce a través de la Ley General de Estabilidad Presupuestaria, emanada del ya citado nuevo artículo 135 de la Constitución. Cada viernes a lo largo de 2012 el Consejo de Ministros ha dado un nuevo golpe al estado autonómico, a través de sucesivos Reales Decretos-ley con medidas para la corrección del déficit, con draconianos recortes en educación y sanidad, con medidas en materia de medio ambiente, o con la creación del fondo para la financiación de los pagos a proveedores, además de la reforma laboral que he comentado anteriormente. En todos estos casos se han vulnerado competencias autonómicas, ante la indiferencia de la gran mayoría de las CCAA, gobernadas por el PP, incluida Aragón (a pesar de hacerlo en coalición con un partido de perfil aragonesista como el PAR).

Lamentablemente ese discurso que responsabiliza de la crisis en exclusiva a las CCAA ha ido calando en amplios sectores de la sociedad, según confirman las encuestas. Si bien, la tendencia recentralizadora no ha cuajado igual en todas las comunidades. En Cataluña y Euskadi, donde el voto nacionalista continúa siendo ampliamente mayoritario, lo que se consolida es el discurso soberanista, no solo en las fuerzas que tradicionalmente enarbolaban esa bandera (ERC, EA o la izquierda abertzale), sino también en los partidos mayoritarios (CiU, PNV e incluso en sectores del PSC). Así pues, entre la tendencia recentralizadora o centrípeta que crece en la denominada «España española» y la tendencia centrífuga de Cataluña y Euskadi, aquellas nacionalidades históricas donde el voto nacionalista no es mayoritario (como Galicia, Aragón, País Valenciano, Islas Baleares o Canarias) vamos a tener serios problemas.

Sin menoscabo de que el conflicto social es el más trascendental en estos momentos, no podemos ignorar que el conflicto territorial también tiene su relevancia. De hecho, ambos conflictos van intrínsecamente unidos, pues la involución autonómica deteriora el Estado de Bienestar, al igual que la involución social perjudica al Estado de las Autonomías, tal como acabo de exponer. Así pues, tengamos claro que, en este desafío en que nos jugamos tantas cosas, Aragón también se juega en los próximos años su autogobierno y su identidad y eso tiene su importancia, y no solo para quienes nos sentimos aragonesistas.

- Involución democrática.

Vivimos un tiempo de cierto déficit democrático. El hecho de que el Presidente Rajoy esté incumpliendo sistemáticamente su programa electoral es un hecho capital que contribuye al descrédito de quienes se dedican a la política. Ciertamente no tiene un mandato popular para poner en marcha estas políticas (subir impuestos, explícitamente el IVA, recortar los servicios públicos, abaratar el despido...), cuando en campaña se comprometió expresamente a todo lo contrario. Ahora dice que no le gusta tomar esas decisiones, pero que se lo impone «la realidad». Obviamente se trata de un eufemismo para no citar a la troika, unos poderes extranjeros (la Unión Europea capitaneada por la canciller alemana Angela Merkel, además del Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional) ante los que se ha cedido la «soberanía nacional española».

La única forma de que el Gobierno del PP recupere la legitimidad democrática menoscabada por el incumplimiento del contrato electoral es volver a llamar a las urnas: a través de la convocatoria de unas elecciones anticipadas o, tal como reclama la Cumbre Social encabezada por los sindicatos mayoritarios, a través de un referéndum que revalide o no la política gubernamental de recortes y de primacía de la reducción del déficit sobre otros objetivos posibles como el estímulo del crecimiento económico o la cohesión social.

Sin embargo, el origen de ese déficit democrático no estaría en el incumplimiento del pacto con los electores sellado el 20 de noviembre. El –digamos– pecado original es anterior. Me refiero a la reforma constitucional pactada por PSOE y PP en agosto de 2011, por exigencia de Angela Merkel y sin consultar en referéndum a la ciudadanía española. Y en ningún modo podría considerarse una reforma menor, sino trascendental: la nueva redacción del artículo 135, como ya he citado con anterioridad, consiste en blindar la reducción del déficit como imperativo constitucional, una medida de negativas consecuencias al anteponer los intereses de los mercados financieros internacionales por delante de las necesidades de las personas, y al servir como justificación para asaltar desde el ministerio de Hacienda la autonomía de gasto que compete a las comunidades autónomas.

En todo caso, es en el día a día del funcionamiento de las Cortes Generales donde se ve un claro proceso de involución democrática, cimentada en la utilización abusiva de la mayoría absoluta que obtuvo el PP en las urnas y en el reforzamiento institucional del bipartidismo a pesar de que el 20-N arrojó los resultados más plurales de la democracia española.

El Gobierno actúa como si le sobrara el Parlamento: el Presidente Rajoy no comparece durante meses, incluso se han realizado sesiones de control en ausencia del Presidente y de la mayoría de los ministros (¿a quién deben preguntar e interpelar los diputados de la oposición entonces?). Se ha llegado este año a eliminar el debate de política general sobre el denominado «estado de la nación», hurtando a la oposición, y al conjunto de la sociedad también, la celebración de un gran debate político que permitiera valorar la situación general del Estado español y de su ciudadanía.

Aprovechando la gravedad del momento económico, el Gobierno está abusando de la figura del real decreto-ley. En apenas diez meses –hasta la fecha de entrega del presente artículo– el Consejo de Ministros ha aprobado veintisiete reales decretos-ley, ¡27!, sin que en la mayoría de los casos estuviera justificado el uso de esta vía que tiene un carácter excepcional. La aprobación sistemática del decretazo de cada viernes responde a una estrategia de menoscabar la función del Parlamento. No deberíamos acostumbrarnos a un Congreso donde las leyes se tramitan a toda velocidad, sin tiempo para un estudio profundo ni para poder recabar la opinión de colectivos afectados o de especialistas en la materia, y sin posibilidad de que los grupos parlamentarios puedan presentar enmiendas. Ventilarse la convalidación de un real-decreto ley en apenas hora y media es hurtar un debate de verdad, como el que puede ocurrir cuando se tramita un proyecto de ley por procedimiento ordinario, con plazo de presentación de enmiendas y semanas de trabajo parlamentario por delante. Así se mina la credibilidad del sistema democrático.

Por otra parte, los rígidos corsés reglamentarios (pendiente desde siempre su tan cacareada reforma) y, sobre todo, los usos y costumbres parlamentarios blindan de facto una hegemonía bipartidista ajena a la realidad social, cada vez más polifónica, y contribuyen a alejar los asuntos objeto de debate de las preocupaciones más cercanas al conjunto de la ciudadanía. La existencia de cupos para que los grupos puedan incluir iniciativas para su sustanciación en el Pleno o en las comisiones supone un cuello de botella que perjudica a los grupos minoritarios. De esta forma, los grupos parlamentarios, salvo el Popular y el Socialista, sólo pueden presentar dos proposiciones de ley y otras dos proposiciones no de ley en cada periodo de sesiones, esto es, solo cuatro iniciativas cada seis meses, facilitándose por tanto que se reproduzca cada semana, en cada pleno, el reiterado debate bipartidista. Asimismo, mientras PP y PSOE pueden formular diez preguntas cada uno en cada sesión de control, el resto de grupos sólo pueden formular una semanalmente y, de ellas, tan sólo una pregunta de cada tres Plenos puede ser dirigida al Presidente del Gobierno.

En este contexto, se agiganta la brecha que separa al Parlamento de la calle. Las personas que ocupan cargos públicos (eso que se ha dado en llamar erróneamente «clase política») viven tiempos de descrédito y hasta de sospecha. Por eso, tampoco debe sorprendernos que se convoquen movilizaciones por los nuevos movimientos sociales con el Congreso de los Diputados como epicentro. No se rodea La Moncloa, a pesar de que es de allí de donde emanan las políticas que se pretenden frenar. Nadie se plantea ni siquiera rodear el Senado, a pesar de ser una institución valorada como superflua por la mayoría de la sociedad. La propuesta es rodear el Congreso, corregido el lema inicial «Ocupa el Congreso», de cuyo inevitable equívoco intentaron aprovecharse quienes promueven discursos anti política o directamente protofascistas, pero también quienes desde el poder apostaban a priori por criminalizar a los convocantes. A posteriori ha podido constatarse que las sucesivas convocatorias de este otoño en la plaza de Neptuno han sido pacíficas y cada vez más centradas en evitar la injusta generalización contra todos los partidos («PPSOE dimisión», rezaba una pancarta destacada el 23-O).

En todo caso, resulta evidente que vivimos tiempos de crisis no solo económica, también política, y no solo de credibilidad de partidos o instituciones. Los estudios demoscópicos son concluyentes: la «clase política» se ha convertido en uno de los principales problemas a ojos de la ciudadanía. Llama la atención poderosamente la relación que se evidencia entre la mala valoración de los políticos y la mala situación de la economía. De hecho, a pesar de los innumerables casos de corrupción que se desvelaban en la primera década del siglo XXI en España, los políticos recibían sus mejores valoraciones, sin duda gracias al aparente éxito de la actividad económica, al amparo del boom inmobiliario. Ahora la ciudadanía, los contribuyentes, los electores, quienes deberían mandar en un régimen democrático, no ven en los responsables políticos soluciones para salir de la crisis, una crisis que les deja sin empleo, sin ahorros y sin vivienda. La crisis económica le pasa factura pues a la «clase política» en las encuestas. Pero el desapego ciudadano no se queda ahí.

La Constitución de 1978 ya no se valora como antes, en los felices ochenta. No olvidemos que la mayoría de la población actual no la votó. Quienes tenían menos de 18 años hace 34 no fueron llamados a las urnas aquel 6 de diciembre y hoy son la mayoría social, que no se siente bien representada por las instituciones constitucionales ni entiende ni acepta las cesiones que unos y otros hicieron en aras al consenso constitucional. Además, hoy la Corona como institución atraviesa su peor valoración: los continuos escándalos han ido desgastando el crédito del Jefe del Estado y de su familia. La sociedad, golpeada por la crisis económica, ya no parece dispuesta a aceptar ni una más a quienes deberían ser sus primeros servidores.

Aunque probablemente la consecuencia inmediata de esa brecha entre la ciudadanía y la cosa pública se encuentre en la caída del bipartidismo que anuncian las encuestas: por primera vez las dos primeras fuerzas políticas, PP y PSOE, retroceden, mientras se asoman, a gran distancia todavía, terceros partidos que podrían duplicar –o incluso más– su representación. Tampoco estamos en el escenario griego, donde la izquierda –a la izquierda de la socialdemocracia– ha conseguido en muy poco tiempo desbancar al bipartidismo tradicional y auparse a la primera plaza en las encuestas. Pero, ojo, también allí un partido neonazi aparece ya tercero en los sondeos. En España actualmente no es previsible un terremoto de esa categoría en el sistema de partidos turnantes emanados de la Transición. No obstante, llama la atención que hasta el momento se esté desgastando más el PSOE en la oposición que el PP en el gobierno, con la que está cayendo. Quizá la crisis de la socialdemocracia en Europa sea una clave de análisis que no podamos ignorar.

- Horizonte de cambio.

Malos tiempos para la lírica, podemos decir. Pero también es cierto, como decía Hörderlin cuando escribió que «el búho de Minerva alza el vuelo al anochecer», que es precisamente en tiempos de crisis cuando más se desarrolla el pensamiento. Es precisamente en tiempos como estos, complejos, catastróficos y desesperantes, en los que las políticas imperantes condenan a las mayorías de las sociedades europeas al empobrecimiento, la precariedad laboral o el desempleo, y a la mercantilización de unos servicios que eran públicos y hasta universales, cuando podrían nacer las ideas y las organizaciones que protagonicen la vida social y política del resto del siglo XXI. De la respuesta que dé la ciudadanía dependerá que ese futuro a medio plazo se parezca más a las relaciones socioeconómicas que creíamos haber dejado atrás en el siglo XIX o que, en cambio, se inaugure una nueva etapa de justicia y equidad basada en los valores que propugnamos desde la izquierda.

A estas alturas parece evidente que las dimensiones de la crisis pueden arrastrar consigo el estado de bienestar que tantas décadas de lucha costó conseguir, los avances democráticos en derechos y libertades alcanzados durante la Transición e incluso el desarrollo –desigual, pero relevante– del autogobierno de las nacionalidades que conforman el Estado. Pero la crisis también puede experimentar metástasis que termine minando los cimientos del capitalismo tal como lo hemos conocido, o de la propia Unión Europea, o del bipartidismo conservador-socialdemócrata actualmente existente, o de la mismísima monarquía, o incluso de la unidad indisoluble del Estado español. Todo podría estar en entredicho en los próximos años. Nadie puede aventurarse a ponerle una fecha al final de la recesión, ni a imaginarse cómo serán las estructuras sociales o políticas en un horizonte relativamente cercano, a veinte o treinta años.

En ese escenario tan complejo, resulta imprescindible combinar lo urgente y lo importante, la respuesta inmediata a las agresiones del Gobierno y de la Troika y la reflexión serena acerca del futuro más o menos inmediato. Son tiempos de movilizaciones y de lucha en los parlamentos y en las calles, sumando fuerzas con viejos y nuevos movimientos sociales, tejiendo complicidades para el cambio político, sin olvidar por supuesto el perfil propio de cada partido, de cada organización. La percepción social de los partidos políticos ha cambiado, las reglas del juego de la movilización y organización sociopolítica ya no son las mismas tras el impacto sociológico del movimiento 15-M. Quien no entienda que la política ya no puede ser como hace apenas cinco años es que no ha entendido el momento histórico que atravesamos. Los partidos del siglo XXI tienen que adaptarse a ese nuevo escenario. Pero la necesaria renovación de la izquierda política y social y la estrategia sinérgica de colaboración entre diferentes que parecen reclamar estos tiempos no deben hacernos olvidar el sentido del aragonesismo político que CHA representa.

La involución que promueve el Gobierno de Rajoy en materia social, de derechos, autonómica y democrática supone un desafío a todo lo que CHA defiende: el pleno autogobierno del pueblo aragonés y la construcción de una sociedad más justa, más libre, más culta. Por eso, nos tendrá siempre enfrente. Nos jugamos mucho en este envite. Tengámoslo presente. Y no olvidemos nuestra aportación específica al escenario político aragonés y estatal. Si no hacemos hincapié los aragonesistas en la necesidad de hacer frente a la involución autonómica, a la recentralización que impulsa la derecha política y mediática, nos dejaremos llevar por la tendencia mayoritaria estatal, en la que el conflicto social es lo único, y Aragón desaparecerá del debate territorial, eclipsado entre el secesionismo catalán y vasco por un lado y la dicotomía derecha-izquierda por otro. Y las generaciones futuras no nos lo perdonarán.

El Ebro