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De la conveniencia de la ficción (Gonzalo Torné)

Recibo la propuesta de escribir sobre los motivos por los que conviene leer novelas hoy en día y lo primero que a lo que me veo obligado (para mi propia sorpresa) es a sacar la cabeza de la atmósfera invisible que me envuelve la mayor parte del tiempo y de la que apenas soy consciente. Al fin y al cabo, desde hace ya casi veinte años no pasa un día sin que piense en novelas, pero con el propósito de escribirlas, lo que pervierte un tanto el ejercicio convencional de la lectura. Ya recuperado del aturdimiento, para que el artículo no sea interminable, me limitaré a destacar tres motivos (creo que de peso y suficientes) para abalanzarse a leer novelas.

En primer lugar quiero mencionar una estimación científica: el lector de novelas experimenta una ampliación de la conciencia cuyo correlato es un enorme ensanchamiento de su conocimiento (no contrastable, me sabe mal por los amantes del dato) sobre el mundo. Aunque las novelas se desarrollen en espacios ficticios (o dicho de otra manera: los hechos narrados y protagonizados por esas sofisticadas herramientas de exploración hipotética conocidos como personajes no tienen continuidad cuando se cierra el libro, ni consecuencias jurídicas) son verosímiles, nos transmiten información cabal sobre distintas áreas del mundo y sus habitantes; y se trata de una información de primera calidad, que cuesta mucho encontrar en otra clase de texto: íntima, privada, expresada en forma de deseo, de contradicción o de duda. Entrar en el mundo hipotético que traza la novela (con el que se discute, evalúa o impugna el real) nos proporciona una manera estupenda de relacionarnos y comprender otras culturas, otras expectativas, otras clases sociales, otros géneros, incluidos nuestros rivales y enemigos, ya sean reales o imaginarios. Y lo mismo (o algo muy parecido) puede aplicarse a las estructuras políticas que los envuelven.

En segundo lugar, las novelas exigen un replanteamiento de nuestros juicios. En la medida que exponen jugadas largas, complejas, que incluyen opciones contrapuestas, a veces retorcidas por las propias vacilaciones, se aconseja dejar los prejuicios (o los instrumentos de los que nos valemos para establecer un juicio rápido) en la puerta de entrada de la novela. No se trata de leer como un idiota, nada de eso, sino de suspender el juicio moral, sensibilizando los resortes intelectuales para no perdernos nada, y posponer la sentencia (vamos a emplear un lenguaje campanudo para una operación sutil) tanto como nos sea posible. Tanto que a veces ni siquiera “dictaremos sentencia” al cerrar la novela, sino pasado un tiempo, en la resaca o reflujo que las grandes ficciones celebran en nuestra cabeza. La novela transmite cierta paciencia moral, adapta al ojo a los matices y complejidades que contienen las vidas ajenas, complica las denuncias rápidas, la autosatisfacción moralista, el acrecentamiento barato de las propias convicciones.
De la combinación de estos dos elementos (ampliación de la conciencia y capacidad de postergar el juicio hasta que la comprensión termine de hacer su trabajo) no sé si surgen grandes beneficios sociales. Tiendo a pensar que la lectura de novelas apenas sirve para aprender a leer (y a escribir) novelas, pero cada vez que digo esto me doy cuenta que estoy cayendo de nuevo en la deformación profesional. Así que vuelvo a empezar la reflexión y la frase poniéndome en la cabeza de un lector sano, y entonces sí que veo surgir de la combinación de estos dos elementos personas más maduras. Esta clase de maduración no es sencilla de definir y no sé si nadie la ha intentado en serio, intentarlo, en cualquier caso, nos llevaría demasiado lejos.

En tercer lugar las buenas novelas, a contrapelo del dicho, no contribuyen a “evadirnos del mundo”, operación que suena muy bien, pero que tiene costes vitales elevados si se prolonga demasiado en el tiempo (prueben a pagar un alquiler evadiéndose del mundo). Más bien sucede al contrario, la lectura de novelas, en la medida que incrementa nuestro conocimiento (imaginativo) del mundo y amplia la gama hipotética de maneras de relacionarnos con él, nos suministra un inesperado poder sobre la realidad. Gracias a los personajes (que son, insisto, una suerte de avanzadilla hipotética de experiencias) nos familiarizamos tanto con los problemas del mundo como con nuestras eventuales reacciones. Entendemos mejor nuestras alegrías, deseos, sospechas y miedos, adquirimos un dominio superior sobre todas ellas.

Aunque leer sea una actividad que se hace a favor de la corriente de la vida, con mucha razón advertía Elías Canetti que si vivir consistiese en asimilar el conocimiento libresco acumulado sobre la vida, bastaría quedarse en casa leyendo La comedia humana, volumen tras volumen. Y sabemos que no es así. Pero la lectura de La comedia, como la de Proust (citado aquí porque es, de largo, el novelista que más “poder” me ha transmitido) nos proporciona herramientas valiosísimas para progresar en la propia existencia.

Una advertencia: estos beneficios solo nos alcanzarán si leemos buenas novelas. Las regulares pueden suministrarnos datos, tramas con giros audaces, personajes convencionales y ratos de entretenimiento (como esos frutos secos, de procedencia industrial, que masticamos mecánicamente para entretener al estómago, pero que debemos impedir por todos los medios que el lector bisoño confunda con un banquete nutritivo), pero ninguno de los beneficios superiores que he mencionado en los párrafos anteriores. Distinguir las buenas novelas de las regulares parece una tarea titánica y polémica, pero en realidad se trata de algo sencillísimo y natural. Basta con aplicar una rudimentaria técnica de ciencia invertida. Si una novela no amplía nuestra conciencia, no flexibiliza nuestra mirada moral y no nos suministra poder sobre el mundo, entonces seguro que no es una buena novela (dejemos para otro día qué sería una gran novela) y no se me ocurren motivos de peso para leerla.

(Zibaldone, The Objective)