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El franquismo innegociable

Si hacemos caso a los aplausos y a los premios, la mejor novela española de 2017 ha sido la misma que en 2016: Patria. Todo lo demás ha sido género chico, pura filfa para pasar el rato hasta que nos caiga encima otro acontecimiento galdosiano como el ladrillo de Aramburu. Hasta tal punto es así, que en el palmarés de las grandes novelas de 2017 nos topamos con un libro tan insólito como La vida negociable, de Luis Landero. Por qué insólito es lo que trataré de explicar de aquí en adelante.

La crítica ha visto en La vida negociable “la novela más agria y desengañada de Landero” (Ángel Basanta, El Cultural), “una galería de figuras memorables” (Domingo Ródenas de Moya, El Periódico), “un libro amargo, magníficamente escrito” (César Coca, El Correo). Pero, por más elogiosas que sean esas reseñas, no acierto a ver en ellas ese entusiasmo del lector agradecido que a veces convierte a un crítico en su peor enemigo. Apenas Ignacio Sanz, en La tormenta en un vaso, levita un poco, pero solo un poco: “Hay páginas memorables dignas de una antología”, dice, y hasta se imagina al propio Landero contándonos su novela, “encandilando nuestros oídos con la elegancia de los verbidotados”. Bien mirado, Sanz levita más de lo que parece, pero yo no me lo tomaría muy en serio, habida cuenta de que califica de “luchas amorosas” lo que Landero, en su novela, denomina “violaciones consentidas”. Ahora nos detendremos en este asunto, pero antes me gustaría plantear algunas objeciones (fruto del resentimiento, sin duda) a que La vida negociable figure entre las mejores novelas de la década o incluso del siglo.

Objeción número uno. El protagonista de la novela, Hugo Bayo, que es quien narra en primera persona los hechos (su vida entera, más o menos, durante aproximadamente cuarenta años), dice en la página 198: “Creo que aquella fue la mejor época de mi vida”. Eso es cuando hace de peluquero en un cuartel. En la página 214, cuando Hugo ya ha dejado el ejército y se ha casado con Leo, dice: “Aquella época, que duró más de un año, la recuerdo ahora como la más dichosa de mi vida”. ¿Se trata de una confusión, o de un intento poco afortunado de suscitar un debate filosófico sobre si las épocas más dichosas de nuestra vida son también las mejores? También sospecho que el “trémulo eco de nostalgia” de la página 41 deviene “trémolo de nostalgia” en la 112 para suscitar algún tipo de reflexión de similar calado, pero que ahora no se me ocurre cuál pueda ser. En todo caso, no veo forma de justificar la profusión de muletillas como “recuerdo que” y mucho menos este hallazgo semántico: “nos juramos amor eterno de por vida”. Hay más, pero resumamos la objeción número uno en una sola palabra: dejadez.
Objeción número dos. Hugo empieza a planear su futuro en la adolescencia, y eso ocurre “hacia 1990”. Y ya es raro que, aunque la acción se dilata hasta los alrededores de 2010, no haya apenas mención alguna de teléfonos móviles ni de ordenadores o videojuegos (“sofisticados juegos electrónicos”, dice en una ocasión; Hugo Bayo habla un poco como el señor Burns en Los Simpson). Pero es que, encima, “un año y medio después, ya licenciado” (eso tiene que ser aproximadamente en 1995 o 1996), “al renovar el carné de identidad, donde ponía profesión puse ‘peluquero’, y donde ponía estado civil puse ‘casado”. Resulta que en España el Documento Nacional de Identidad suprimió la profesión y el estado civil en 1985. Concedamos que un despiste lo tiene cualquiera y atribuyámoslo a la misma dejadez que constituía mi objeción número uno. Ahora bien, este despiste en concreto tiene mucho de sintomático: refuerza la hipótesis de que, a pesar de las fechas y de alguna que otra alusión a “los socialistas”, esta es una novela de posguerra, con personajes de posguerra, situaciones de posguerra, oficios de posguerra y problemas de la posguerra o, todo lo más, del desarrollismo. Los muchos peluqueros, militares, músicos de café cantante y ferreteros que pueblan sus páginas parecen salidos de un barrio madrileño de 1945, 1955 o incluso 1965, pero es difícil creérselos como dramatis personae de una novela ambientada en las décadas de 1990 y 2000 (igual que es difícil creer que el niño Hugo fuese al cine a ver tantas películas del Oeste: ¿cuántas películas del Oeste estuvieron en cartelera en Madrid en los años ochenta o a principios de los noventa?).

Desde el principio de La vida negociable uno tiene la sensación de estar leyendo algo escrito bajo el franquismo, o en el interior del franquismo, o en consonancia con alguna suerte de franquismo espiritual o espectral. Con esto no quiero sugerir que se trate de una novela franquista o que lo sea su autor, líbreme quien pueda, pero me cuesta entender que en una trama que se desarrolla entre 1990 y 2010 no haya casi detalles que evoquen la vida cotidiana de esa época y sí, en cambio, un paisanaje y un lenguaje que remiten constantemente a la España preconstitucional. Es como si Landero no hubiera querido o no hubiese sabido construir la voz de su personaje y se hubiera contentado con prestarle la suya propia, la de un autor nacido en los años cuarenta y, por tanto, con una visión de la existencia y del siglo que se corresponde con la de alguien que creció durante la dictadura.

Y aquí es donde debemos volver al tema de las “violaciones consentidas” de la mujer de Hugo, Leo, y a su peculiar manera (la de Hugo, quiero decir) de entender la sexualidad. Ya no es solo que Leo, la novia, luego esposa, de Hugo, “feúcha y desgalichada”, compita con él en “masculinidad y desaliño”. Es que, además, detesta el sexo, lo que provoca la siguiente reacción de Hugo: “Métete a monja”. No parece un comentario muy acorde con la cosmovisión de un adolescente de fin de siglo, salvo que sea devoto de Hamlet, pero sigamos. La primera vez que Hugo ve a Leo con faldas en lugar de pantalones, la forma que tiene de expresarlo, sin sarcasmo alguno, es que va, “por primera vez, vestida enteramente de mujer”. (¿De qué otra forma se puede vestir una mujer, si no es de mujer?) Tampoco se corta al describir a la coronela (que no es tal cosa, sino la esposa de un coronel) como “el más acabado y primigenio ejemplar de mujer”. Lo curioso es que uno no detecta en estas expresiones ningún tipo de subrayado, ninguna de esas señales que emite un autor para advertir al lector acerca de algún anacronismo o giro lingüístico chusco o relevante por cualquier otra razón. Al contrario, se diría que ese tipo de expresiones forma parte de lo que el autor asume como su voz natural, como lo natural a secas: los hombres llevan pantalones y las mujeres, falda, aunque den pasos “de hombre”.

Tampoco hay subrayados en las descripciones de sus relaciones sexuales, las de Hugo. El sexo, al principio, le parece una aberración, igual que a Leo, pero eso no les impide enzarzarse en violentas peleas en las que ciertamente participan ambos pero solo ella se muestra “nunca del todo entregada, siempre defendiendo su último y delicado reducto de toda caricia e intrusión”, aunque, por mucho que lo defienda, la cosa acabe siempre en penetración y orgasmo masculino. Otras veces son vergonzantes escenas en las que ella duerme y él le practica “violaciones consentidas”, según sus palabras, del mismo modo que, con la coronela, sus encuentros sexuales siempre lo son con “una mujer ciega y dormida”.

¿No resulta chocante que una novela publicada en 2017 aborde la temática de la violación (y la de la violencia doméstica) de un modo tan prejuicioso e irresponsable? Al igual que para los “despistes” temporales a los que aludí antes, cabe suponer que aquí no hay otra cosa que dejadez, esto es, que Landero no estaba a lo que se celebraba o sencillamente que le importa un rábano cascarnos más de trescientas páginas nada beligerantes –por decirlo suavemente– con la cultura de la violación (o con el “instinto ancestral del cazador”, que es como Hugo lo llama).

Otra posible explicación es que Landero, aun asumiendo que Hugo es un crápula y un imbécil, le tenga tanto cariño y empatice tanto con su suerte que no dude en prestarle su aquiescencia autoral, esto es, que renuncie a embadurnar sus actos con ese alquitrán de ridiculez con que Nabokov, por ejemplo, bañó a Humbert Humbert en Lolita. Por lo demás, Hugo nunca se tropieza con gente politizada, salvo los clientes de la peluquería, todos ellos nostálgicos de Franco y José Antonio; ni tampoco con inmigrantes, los cuales, en la década de 1990 y en un barrio como el que sirve de escenario a sus andanzas, deberían haberse vuelto sumamente visibles (y, desde la execrable moralidad de Hugo y sus convecinos, segura diana de palabras y gestos). Se podrá argumentar, y con cierta razón, que La vida negociable no parte de ningún tipo de compromiso realista con el lector, pero uno no puede evitar pensar que esto es así porque el autor no supo hacerlo de otra manera, pues de nuevo brillan por su ausencia el subrayado irónico, la hipérbole redentora o la estilización de personajes y ambientes. De hecho, cierto engolamiento de la prosa, especialmente en algunos diálogos o monólogos, remiten a los modos y las convenciones de la picaresca, pero de una picaresca de molde barroco, sin depurar, difícil de conciliar con la idea de una “actualización” o “modernización” de la figura del pícaro.

La crítica en bloque se ha hecho eco de esa vocación picaresca, más quevedesca que cervantina: “La vida de Hugo Bayo está narrada en primera persona, como si fuera el relato de un pícaro moderno: un baqueteado Guzmán, o un cínico don Pablos, más que un ponderado Lázaro” (José-Carlos Mainer, Babelia); “La vida de un antihéroe, Hugo Bayo, que tiene las trazas de tantos personajes suyos salidos de la tradición picaresca” (José María Pozuelo Yvancos, ABC); “La picaresca como fuente de inspiración” (Ángel Basanta, El Cultural). Así pues, debemos entender a Hugo Bayo como recreación de unos modelos más que alejados en el tiempo: venerables y venerandos, pero impracticables para el escritor que quiera hoy usar la literatura de un modo similar a como la usaron los autores de aquellos modelos (salvo que los someta a una profunda revisión, como hicieron Eduardo Mendoza o Francisco Casavella). Por eso resulta más inconsistente el elogio cuando el pícaro de Landero, lejos de servirnos de guía por una sociedad que necesita el espejo de su cinismo para ser descrita con verosimilitud, se comporta como un orate incapaz de percibir las mutaciones sociales más sonadas, no digamos ya las más sutiles. Hugo Bayo habla como un pícaro, tiene ocurrencias de pícaro, alma de pícaro, podríamos decir, pero del mismo modo que Pablito Calvo tenía alma de santo en Marcelino, pan y vino: con la sensibilidad y las ambiciones de un niño de posguerra.

No deja de ser curioso que, mientras la industria audiovisual parece empeñada últimamente en vendernos nostalgia por los años ochenta (la década en que sus actuales creadores eran niños), el relato de la vida de un niño de los ochenta como Hugo Bayo destile nostalgia por los años cincuenta, los años en que era niño Luis Landero, a través de un muestrario de situaciones fáciles de encajar en los cincuenta pero inverosímiles cuarenta años más tarde y con un lenguaje y una mirada sobre el mundo, y especialmente sobre las mujeres, que aparenta cuarenta años de desfase.

Que ese repliegue en la nostalgia y en el lenguaje y la sentimentalidad del franquismo con toda su épica de la violación consentida haya sido saludado por la crítica literaria con un aplauso casi unánime solo puede deberse, a mi juicio, a que a) la novela es de Luis Landero y a Luis Landero se le aplaude todo pues ha escrito otros libros excelentes, o b) el sistema literario español participa de los mismos prejuicios que Landero comparte con su personaje, confunde escribir picaresca con escribir una novela que se parezca al Lazarillo y no tiene ningún problema en seguir acogiéndose a las convenciones morales y literarias del franquismo.

(Xandru Fernández, Ctxt, Contexto y Acción)